Cuando iba bachillerato ya escribía
cuentos y me gustaba leerlos a mis compañeros, en clase. Pedía permiso al
profesor, o a la profesora, diez minutos antes de empezar, o al terminar la
clase, si era enrollado. Si no era enrollado, montaba una performance, como
cuando, ayudado por algunos amigos, sustituimos el wáter del lavabo en obras,
por el asiento de una ridícula profesora, plagada de tics. Añadimos también la
cisterna (no recuerdo ni cómo la sostuvimos). Escenificó un grotesco enfado y,
mientras se dirigía al despacho del director, “Sentaos”, dije a mis compañeros,
“voy a leeros un cuento”. Y todos se sentaron, guardaron silencio y les leí mi
cuento (una de aquellas historias surrealistas, completamente delirantes, a
menudo casi “gores” que escribía). Cuando terminé, mis compañeros me
obsequiaron con un prolongado –al menos a mí me lo pareció– aplauso, y nadie
hacía caso a la minúscula profesora que, desolada, suplicaba que desmontáramos
el aseo y repusiéramos su asiento.
Para mí el arte ha estado siempre
profundamente imbricado con la vida. Si he subido a los escenarios ha sido para
intentar emular las sensaciones que la vida me ha proporcionado. Y escribir, ah
amigos, escribir es caminar sobre las aguas…
+José Icaria
+José Icaria
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