Se empieza por un asesinato, se
sigue por el robo y se acaba bebiendo excesivamente y faltando a la buena
educación
Thomas
de Quincey
Para matar a un presidente,
primero hay que liberarse de ciertas capas –aparentemente inactivas– de nuestra
remota –y por ello, especialmente influyente– educación cristiana. También hay
que disponer de un cierto desapego hacia la opinión ajena: se dicen cosas
terribles de alguien que propende a la violencia (si no es policía, o jugador
de rugby). Cuando no son los modales es la apología del autocontrol, cuando no
es el feng-shui es el pacifismo. Ser violento no es ético, ni estético, a menos
que se tengan los medios y el dinero para convencer a los demás de lo
contrario: en ese punto, la mayoría de la gente se amolda en el acto: “así es
como está montado”, “sí, qué se le va a hacer”.
Matar a un presidente es sólo una solución
transitoria; pronto será sustituido por otro que, con toda probabilidad, será igual de
idiota, como mínimo. Además, sabemos que sólo es una marioneta más. Pero alivia. Si vemos aparecer verrugas en
nuestra piel que se giran con descaro y nos sostienen la mirada y en sus rasgos
y en sus gestos reconocemos los del presidente (el mente y la cuerpo son la
misma cosa: de ahí los trastornos psicosomáticos), ha llegado el momento de
actuar.
Para que no sospeche, lo mejor es mostrar
admiración: como no suelen tener buen porte ni destacar demasiado en nada (en
caso contrario, trabajarían para sí mismos, no para otro), elogiaremos las
obras, las mejoras que se han producido durante su mandato, “oh, cómo ha
cambiado todo, póngame a los pies de su señora (siempre que no esté en el
jacuzzi, por supuesto, ejem). Adiós, señor presidente, nos veremos en la
próxima reunión, ya sabe dónde encontrarme si necesita algo”.
Matar a un presidente no es más complicado
que montar un mueble del Ikea, o buscar aparcamiento en hora punta. Requiere -eso
es innegable- de ciertas cualidades: planificación y paciencia. Pero no son
aspectos que escapen a las potencialidades básicas del individuo medio, o que,
llegado el caso, no pueda llegar a adquirir, con el debido entrenamiento.
Y aquí nos detendremos, cada uno debe
descubrir su propia forma de acabar con el presidente; sería imperdonable que nos
interpusiéramos entre el individuo y su inherente creatividad.
Como excepción a lo dicho –y aún a riesgo
de resultar incongruentes, pero acéptese sólo como ejemplo que ilustra la lección–
citaremos una de las más bellas ejecuciones, ejemplar tanto en la belleza como
en la inteligencia y la originalidad con la que fue llevada a cabo.
Así el caso de A.J.P., que asesinó al
presidente de su escalera escondiendo el hueco del ascensor bajo el felpudo de
su puerta.
“Welcome”, decía la superficie rugosa del
felpudo (el presidente planeó unos instantes sobre su manta mágica, como un faquir).
@joseicaria
Página de feis
Desde luego, la violencia está desprestigiada en estos días.
ResponderEliminarMuy bueno, un saludo.
¡Muy bueno!
ResponderEliminarÁCIDO Y DULCE... NO PARES COMPANY!!!
ResponderEliminar¡¡ Me encanta !!
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