sábado, 4 de diciembre de 2010

UN PAÍS DE JOSELITOS


Érase un país de joselitos, de niños artificialmente demorados en sus crecidos cuerpos y en sus adultas fisonomías, que vivían ajenos a sus destinos y a los del resto del mundo en uno de esos países de nunca jamás, lleno de chupa-chups sin calorías y de chicles de diseño con aspartamo; de famosos y famosas de playmobil, con sus carnes de silicona y su pequeño repertorio de locuciones grabado en un minúsculo disquete; de interminables partidas de futbolín, que se prolongaban a través de los siglos, y dónde ya no importaba tanto ganar, como el hecho de continuar jugando; de bodas, bautizos, banquetes y comuniones: me costó una fortuna… por suerte; de guiris que se orinaban en la pernera de los ancianos y de africanos que tenían la desagradable costumbre –nadie interrumpía ya el baño por ello- de venirse a morir en sus playas;  de pelotazo –la cárcel no era sino otra de las casillas del tablero-, corrupción, dinero negro, burbuja inmobiliaria (ya se sabe, la palabra que más le gusta a los niños es mío); de acoso escolar y laboral (también es sabido: nadie tan cruel como los niños); de descomunales televisores de plasma donde la vida transcurría siempre en plácidos remansos, ignorando las corrientes y el curso alto de los ríos.
Nadie podía culparles, habían pasado la vida sentados ante un teatrillo catódico, dónde la realidad era hábilmente sustituida por un videoclip o una telecomedia, …un documental de animales, a lo sumo, que no hacía sino mostrar lo que todos sabían: que la naturaleza era cruel y acostumbraba a ganar el más fuerte.  Les habían hecho creer que podían mantenerse eternamente jóvenes a base de cremas y afeites, de implantes de silicona y chorros faciales de votox. Las opiniones políticas más extendidas eran: “así es como está montado”, “qué se le va a hacer”, “al final, el pez grande se come al más pequeño”, y otras por el estilo, cuando no les daba por despotricar contra sus semejantes: “pagan justos por pecadores”, “si es que hay mucho abuso”, “qué vergüenza, si parecían ministros, con esos sueldos”; y siempre acababan con el consabido “en fin, ya hemos arreglado un poco el mundo”, mientras aguardaban que el camarero llegara con la cuenta.
Les habían contado historias maravillosas: entre ellas, sobresalía sin duda la de la Transición, una era mitológica en la que los malos de antaño (pero no eran realmente malos     -todo estaba muy confuso-: se podía decir que nadie era completamente bueno ni completamente malo; en el fondo, todos habían cometido barbaridades y no era cosa de ponerse ahora a investigar, lo cual sólo llevaría a reavivar viejos rencores -aquí se notaba de nuevo, la influencia de Lewis Carroll-, cuando ahora se estaba tratando de construir un futuro justo y democrático para todos, etc.) y los buenos se sentaron a negociar en una mesa más o menos redonda: eran los Padres de la Constitución (aún no había aparecido la pitufina ni la LEY ORGÁNICA 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, por lo que a nadie sorprendió ese misterioso parto sin intervención femenina, acaso dotado de cierto componente sagrado, que equilibraba sin duda la posible jocosidad de los múltiples padres). Pero lo más impresionante de todo era la noche mágica de reyes, en la que un guapo y aguerrido monarca, descendiente de las estirpes impresionantes que habían sometido al mundo, se enfrentó en solitario a un ejército de tanques y dragones, de monstruos infernales que habían emergido de las tinieblas para robarles la libertad y la democracia a los pobres niños españoles.
Y, qué pena, porque todavía quedaban por contar las fabulosas historias de la CEE  y la zona euro, de la Otan y sus ejércitos humanitarios, de la Guerra de Irak y su reconstrucción, de la conquista de Perejil y la cocina de diseño, del euro, el dólar y la globalización, de la autorregulación de los mercados y las hipotecas sub-prime, del FMI y del Banco Mundial,  del G7, el G8 y el G20, pero, para entonces, los niños dormían ya profundamente, zzzzzzzzzzzzzzzzzzzz.[1]



[i] Horas después de redactar estas líneas –haré uso de este recurso a lo noveau romain- he visto, en un dvd que tomé prestado de la biblioteca, la película del realizador vasco Montxo Armendariz Secretos del corazón, con la cual, no sólo he disfrutado, sino que he tenido la oportunidad de reflexionar sobre un aspecto relacionado con lo que había escrito anteriormente. En efecto, hay una diferencia crucial entre los niños de verdad y los joselitos: el misterio, la fascinación por lo desconocido, que caracteriza a los primeros, ha desaparecido casi por completo en los segundos, o bien ha sido sustituido por la mentira y el fingimiento.




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Un país de Joselitos por José Icaria se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.


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